martes, abril 21, 2009

Tips



Yo soy el arrinconador. Cuando me tiro encima tuyo, perdiste. No hay tiempo para nada. No hay tiempo de reflexiones, dudas ni cuestionamientos. El momento de la despedida es el momento de decir "adios" o "abrí la puerta que esta noche duermo con vos". No te doy tregua. Si veo un gesto que me sugiere que te gusto, arranco, y no hay forma que escapes. Yo ni te toco, pero vos no te querés soltar tampoco. No hace falta decir mucho. No es necesaria la charla sostenida y subliminal que con interrogatorios se desvanese pero se solidifica en el nunca y bien ponderado chamuyo.
Con el misterio todo bien y no hay mujer que no exija como requisito el hacerla reir.
Dejo que cualquier charla fluya. Dejo que hable. Sólamente digo "si", "no", "qué garrón", "buenísimo". Miro como un rugbier a su contrincante.
Mi silencio se hará misterio, y el misterio, curiosidad y la curisidad ansiedad, y la ansiedad calor.
La observo, con algunas vetas de gesto de camionero.
Cuando los dos ojos se miran sin decirse nada, el ataque inevitable avanza como estampida sobre la pared, plano vertical de fusilamiento en donde arrojo todos los cartuchos de los besos. Sorpresa: a pesar del avasallamiento el primer contacto entre labios apenas roza la boca.
La lengua acaricia: vos sola vas a pedir más fuego.
No paro un minuto. No hay puchos, no hay trago, y si lo tengo, lo tiro. Tampoco hay descanso. Por momentos acaricio y por otros te tiro de los pelos de la nuca. De vez en cuando hay calma y por momentos la respiración es agonizante.
Lo que venga después, lo decide la progesterona.


miércoles, abril 15, 2009

Infancia


Teníamos la esperanza de un bien que siempre triunfaba. Los dibujitos animados de los superhéroes así aseguraban. No había Skeletor, Moon-Ra o Guasón que resulte exitoso. Pero prevalecían. Nunca se terminaban de morir o por lo menos encerrados en cana, y si lo hacían, salía otro hijo de puta peor.
La vida giraba en torno a juguetes, a disfraces, a la camiseta de algún equipo. Un mundo hermoso de fantasía. De tener algún elemento y dejar que la imaginación fluya, como quien deja una manguera de presión abierta y desparrama su agua por doquier. Pero la cosa era tener el objeto, un materialismo subliminal que la ternura de la niñez tapa. Los que no tuvimos el juguete, mirábamos desde el cordón de enfrente cómo jugaban los otros, resignándonos a la pelota de trapo.
El amor no dolía ni lastimaba. Era simplemente el mirar y “presumir”. Decir “te quiero” estaba vedado a la oralidad y circunscrito únicamente a cartas en papel Rivadavia coloreada en crayones, lápices de colores, y, en el caso de los potentados, en fibras de tinta. Pero ya existía la indiferencia, el rechazo, las cartas rotas en el rostro por parte de la chica rubia de cintas con moño perfecto colgando del cabello. Esa, que izaba siempre la bandera, esa la que cuando no era escolta era abanderada.
El "fulbito" se jugaba en el asfalto y a los costados una tribuna mayor que la del Estadio Azteca vitoreaba el nombre de la futura estrella que de vez en cuando arremetía sobre el arco de palos de ladrillo, remeras o mochilas, un gol al ángulo imaginario. Pero ya existía la competencia. El que peorcito se desempeñaba iba al arco y no lo dejaban jugar nunca; el último elegido del "pan y queso".
Los valores eran distintos: todo se arreglaba a las piñas a la salida del colegio. Y una nariz sangrante era orgullo del agresor, el aplauso y el respeto del ganador ahora convertido en el púgil de los grados. Aquel que yacía sobre el suelo barroso, con el delantal manchado caía a la vez en el oprobio popular para luego ser castigado por volver tan sucio del colegio.
Quién tenía la mejor pelota, la bicicleta más cara, el baúl de los juguetes más lleno. Quién se compraba más golosinas en el recreo.
No, no eran tiempos tan distintos a los de ahora.

miércoles, abril 01, 2009

Insomnio


Las zapatillas no tenían una suela demasiado alta y todo charco de agua que pisé humedeció mis plantillas y mis medias. Igualmente caminé en la madrugada de una noche anaranjada y llorona.
Contaba con un paraguas, y aproveché el desierto de un martes de madrugada por las calles de un San Miguel de Tucumán mojado y de ventosidad fría.
Eran los primeros días de un otoño caluroso en sus días primeros, aunque esa noche pareció instalarse en la atmósfera. El único hombre que vi en más de diez cuadras, dormía dentro del taxi que conduce, acaso, resignado a una noche sin trabajo.
Me agaché para atarme los cordones de una de mis zapatillas y un perro se acercó festivo tal vez creyendo que bajé al suelo con el fin de regalarle algo para comer o una caricia a la que accedí darle.
No había mas ruido que el de gotas precipitándose en el suelo y el de chorros de aguas que por más angostos, en el conjunto de los muchos de una sola cuadra, imitaban el sonido de una pequeña cascada.
Miré las vidrieras y allí estaban inmóviles los maniquíes en su eterna tarea de vender la ropa que no eligieron a gente que ni siquiera los mira. Volví la vista a mis espaldas y ví al perro que acaricié siguiéndome y comportarse alrededor de mí como si ya me hubiese adoptado como nuevo amo. Detrás de él, otros nueve hacen lo propio. El seguimiento me hace sonreír y me doy cuenta que no estoy tan solo como creí.
Sí, a veces me siento un fantasma que vaga en una pampa, y últimamente me comporto como eso que creo y salgo a vagabundear por las calles, y como era vagabundo, diez perros me seguían. Salir a vagabuendear, es una forma de decir que salgo a pensar en “ella”, la “ella” que no está.
En ese momento fue que pensé que el indicativo “ella”, cuando una “ella” a partido, se convierte en adjetivo calificativo.
Cuando la mujer amada está junto a uno, se la llama por su nombre. Cuando se ha ido, se le dice “ella”.
Sin embargo, acaso motivado por el deseo de su retorno, me propuse no llamarla nunca más de esa manera. Porque mi vagabundear tiene fundamento, el de recordarla, el de sufrir, y el de cansarme para poder dormir sin dejar de pensarla, sin dejar de evocarla y sin dejar, claro, de hablarle. Sí, mientras avanzo por las calles, por momentos, voy hablándole. Casi siempre del amor que podríamos proyectar si su distancia no fuera tan decisiva, otras veces, me transporto a un deliberado futuro y “charlamos” de cuestiones que son el presente de ese porvenir.
Volví a casa y dejó de llover. Ya las gotas no se escuchan y la noche parece una nada. Así es que olvidé por ese instante lo mucho que le gustaba la lluvia y las cosas que le provocaba.
El acolchado de mi cama parecía invitarme a su refugio y, suspiro mediante, mis ojos se cerraron. No obstante, vencido el insomnio que se alimenta de su recuerdo y finalmente rendido en mi lecho, ninguna de estas noches, la dejo de soñar.