miércoles, septiembre 23, 2009

Casualmente premeditado

Bailaba con estridencia al ritmo de una música que tenía como consecuencia el feroz empinamiento de codo litro por litro.
Noche de frío y todos en remera porque el calor del boliche no se debe a su perímetro sino a las hormonas de ellas en escote, tanga y taco aguja; de ellos en jean abultado y brazos desnudos y trabajados.
Él no tenía sus músculos al viento y de hecho por más desnudo, sus músculos no se percibían. Él tomaba como quien va al cadalzo, lo suficiente como para que esa noche nadie acepte su ternura y mucho menos su indecoro.
Vueltas y vueltas en la pista oscura, zona liberada en la que su participación no era grata, acaso por los balbuceos.
La noche terminó. Había que ganar la calle y luego la cama de la soledad pampeana pero su amigo, con el que concurrió a la disco, solicitó espera y besó a una mujer así como besa Arnaldo André. Su rostro se parecía al de un indigente que mira comer asado.
Pero alguien lo saludó desde atrás y la voz, sea la de quien fuere, era como la de un ángel. Una vieja compañera de trabajo que también esperaba que su amiga termine el intercambio de fluidos.
“Estás linda”. “Gracias, vos también”. Los dos floreos se hicieron mirando a los ojos. Las dos cabezas se inclinaron en sonrisa. Los cuatro pulmones, se agitan a la vez. Señales suficientes que dan a entenderlo todo.
“Cada semana veo tu trabajo y realmente te admiro. Vas a ser un capo en tu materia y de mi parte vas a tener siempre mi admiración, porque además…”. Una serie de halagos continúan a la última cita, que no se detallan aquí, porque así como se interrumpió el relato, se interrumpió la atención de él, para preguntarse dentro de sí “¿le tiro todos los galgos? Probemos con un chiste”. El experimento se lleva a cabo y ella ríe a carcajadas. “Listo, es mía”.
Flores van, flores vienen pero ninguno es claro aún y los dos esperan que alguien haga la esperada sentencia.
El veredicto: “Me gustás mucho”; “vos también”. Los fundamentos: “Tremendo y tu escote, y ni hablar de lo bien que te queda ese jean en la cola, que deja ver el elástico de tu ropa interior y me muero por saber si será culotte, tanga o cola less”. Ella roja. “¿Querés ver?”. “Sí, claro”. “¿Dónde?”. “Conozco un lugar por acá cerca”. "Vamos".
Dos cuadras caminando pero alejados por más de un metro. Él se preocupa por su estado etílico que de ser importante podría hacerle pasar una importante vergüenza, pero aún así la tormenta de hormonas ya es torrentosa. Ella, solo calla y espera el acoso, el empujón que la choque en un paredón a la espera del avasallamiento del muchacho con el que ya todo está dicho.
“Lo pedís, lo tenés”. El beso en la pared oscura. La mano que recorre cerca de los puntos prevenida de un “no toques” que no llega, y no llega, y no llega, por lo que todo es palpado, todo.
La oscuridad se presta. Ella, federada en el juego de la adrenalina se pone de rodillas. El pela, ella fela. Escondidos los dos detrás de un cartel publicitario a cincuenta metros de una casa de amores.
“Maestro, ¿tiene habitación?”. Madrugada del domingo, cinco de la mañana, momento en que todo el mundo sale al mismo tiempo y satura los hoteles. Pero el sexo que es casual, lleva inexorablemente consigo una carga de fortuna, no así, aquel que se planea. “Sí, la 23. Pasen chicos…”.
Al final era una tanga. Al final la sincronicidad era exacta. El manejo preciso, los tiempos de redención paralelos y en conjunto. La confianza y el conocimiento mutuas y las vergüenzas y complejos de ninguno. Claro, la carga de fortuna del sexo casual.
No, no hubo tiempo para pucho de intervalo, todo fue aprovechado.
Turno. Teléfono. Despedida que no se desea. No hicieron falta agradecimientos ni despedidas obsecuentes. Bastaba con el abrazo, y con el último beso que fue como el primero, “así que mejor andate porque entramos de nuevo”. Media vuelta y dos taxis esperaban. No hubo que preocuparse por eso.
Llaves. Casa. Heladera. Que belleza: hamburguesas, pan, mayonesa, queso y coca. Claro, la carga de fortuna que el sexo casual conlleva.