martes, febrero 16, 2010

El fugitivo


Como la cosa era escapar, poco le importaba el destino. Presionaba para hacerlo con casi la misma urgencia del sospechoso de un crimen y tan solo poner un pie en la Terminal ya lo tranquilizó. Leyó. Tomó porrón.
Se subió al micro y sacó su cuaderno de apuntes para registrar cosas en el ambiente tan reflexivo como el del inodoro que aporta el de un micro. Pero ojo, no cualquier asiento, porque le tocó los dos primeros, esos que están delante de un parabrisas que deja ver las rayas blancas al medio de la ruta; esas rayas que marcan un horizonte, que se esconde debajo de los pies se introducen por el metatarso y le dan manija a la cabeza, encima, con la discografía de Dylan en el Ipod como para que la manija no pare.
El otro, también en el parabrisas delantero se hipnotizaba con las nubes de la Ruta 9 que va al Norte. Cuando los cerros ya no se veían, se sacó el Ipod y contó secretos.También acaso reveló una serie de sentimientos que, si fueron dichos a debido decibel, harías pensar a todo el pasaje que se trataba de dos tremendos putos, uno de ellos, que para colmo lloraba.
Fue la Quebrada finalmente, y el fugitivo quedó mudo ante la música, expuesto a sonido de la quena y el charango como quien se deja matar apuntado por un fusil.
No paraba de escribir, no paraba de escuchar, no respiraba el aire, se lo tomaba. Por momentos disertaba hasta que quedó mudo ante unos ojos chinos que controlaban el pasar de los dedos en el mástil. La china cantaba como la puta madre y se puso tan hinchapelotas como al principio, cuando quería huir.
Y la besó, y se rindió. Cuando no la besaba, la miraba fijo, cuando no la miraba fijo, contemplaba la Quebrada. Cuando no miraba la Quebrada, la escuchaba. Cuando no la escuchaba se fumaba las zambas.
Te juro, era muy Van Dick, muy Tiesto, muy punk, muy Dylan, pero el amor que se lo estaba chupando, más la tierrita en los pies sin zapatillas le provocaban cantar (muy a su manera) “me anda faltando plata, chicha, coraje y un empujón del diablo pa enamorarme”.
Amó en otros años. Fue feliz, lo recuerda, pero nunca como en Iruya, apoyado en un mirador observando el paisaje que le agudizaba los sentidos como dos toneladas de pepas que en ningún momento necesitó. Mucho menos un faso, porque se fumaba a la china y a las notas en menor que salían de la guitarra del otro, enamorado también, pero de su viola.
Se lo vio llorar, no se sabe bien por qué, pero de tristeza no era. Se lo vio bailar, y prestarle atención al koya, saludar al niño de sonrisa tímida y decidirse por los cerros antes que por las torres. Nunca utilizó tanto el recurso del abrazo, nunca necesitó tanto contacto.
Hoy patea el cemento de la metrópoli envuelto en una realidad virtual a sabiendas de su yo más genuino plantado en la afortunada fractura de Iruya.
Tal vez tenga la misma ropa, y se siga colgando del subte a las 18. Aunque de seguro ya no se pregunta tantas cosas porque ahora prefiere sonreír, mirando hacia abajo, regalando una caricia luego de los enunciados.Cambió de oídos, de boca, de pies y de mano. Cambió la negrura por esperanza y el hastío por pasividad. Cambió las formas de saludar, de decir, de preguntar. No hace falta verlo para darse cuenta, todo cierra cuando se revisan los temas de su playlist.