El stress de las últimas horas en el trabajo: todos quieren irse, todos quieren terminar, a cualquier precio. No importa cuan enredado ni cuánto tranbajo tenga, cada una de sus acciones precipitadas y torpes son para que me apure, porque ellos quieren irse.
Las ventanas no están hermetizadas, porque “es un gasto vano”, y el estrépito taladrante del tráfico céntrico allana el lugar como un ejército revolucionario y se multiplica con el de las voces al borde de la histeria.
Ya en la calle, alguien parece haber cometido un error tan mínimo como el de haber embragado mal su automóvil, sin que falte el intolerante que empieza a tocar su bocina como si llevara una mujer en trabajo de parto. Así es como a él se suma la orquesta infernal de cientos de conductores en automóviles detrás que pegan su mano a las bocinas.
Coches y coches. Pareciera que la única finalidad de las grandes urbes es avanzar y avanzar. Se supone que en un horario hábil, pico, la gente está trabajando, ¿entonces por qué todos se encuentran con su auto en la calle a esas horas?
En las ciudades no hay términos medios: odiamos estar en la calle en esas horas, pero nos envuelve el miedo cuando están solas.
El chofer del colectivo frena de golpe y me repite unas cuatro veces la palabra “vamos”. Yo le digo “hola” y ni me mira. “Mínimo, por favor. Gracias” y su rostro presenta el gesto característico de alguien que percibió un olor maloliente.
Las calles de la ciudad no ayudan, hacen temblar al micro de ventanillas muy flojas y no puedo siquiera escuchar la música que llevo conmigo.
¿Leer? Imposible. Las luces del interior no ayudan.
Más tarde bajo del transporte público y me dispongo a cruzar la avenida.
Entro a las calles desiertas y entiendo que en estos tiempos los vecinos no se sientan en la vereda a mirar sus hijos cómo aprenden a andar en bicicleta.
De hecho, ahora que lo pienso, creo que los niños de los últimos diez o cinco años no saben andar en bicicleta. Ya no los veo en las calles de barrio, o en las plazas o en los parques.
Sea como sea, si algún vecino anda por ahí, no me saluda.
Sin embargo, ninguno de los puntos de esta lista produce en mí tristeza alguna, o por lo menos molestia, y mucho menos hastío, porque al fin y al cabo sé muy bien que después de todo este recorrido, vos estás esperándome en tu casa.
Las ventanas no están hermetizadas, porque “es un gasto vano”, y el estrépito taladrante del tráfico céntrico allana el lugar como un ejército revolucionario y se multiplica con el de las voces al borde de la histeria.
Ya en la calle, alguien parece haber cometido un error tan mínimo como el de haber embragado mal su automóvil, sin que falte el intolerante que empieza a tocar su bocina como si llevara una mujer en trabajo de parto. Así es como a él se suma la orquesta infernal de cientos de conductores en automóviles detrás que pegan su mano a las bocinas.
Coches y coches. Pareciera que la única finalidad de las grandes urbes es avanzar y avanzar. Se supone que en un horario hábil, pico, la gente está trabajando, ¿entonces por qué todos se encuentran con su auto en la calle a esas horas?
En las ciudades no hay términos medios: odiamos estar en la calle en esas horas, pero nos envuelve el miedo cuando están solas.
El chofer del colectivo frena de golpe y me repite unas cuatro veces la palabra “vamos”. Yo le digo “hola” y ni me mira. “Mínimo, por favor. Gracias” y su rostro presenta el gesto característico de alguien que percibió un olor maloliente.
Las calles de la ciudad no ayudan, hacen temblar al micro de ventanillas muy flojas y no puedo siquiera escuchar la música que llevo conmigo.
¿Leer? Imposible. Las luces del interior no ayudan.
Más tarde bajo del transporte público y me dispongo a cruzar la avenida.
Entro a las calles desiertas y entiendo que en estos tiempos los vecinos no se sientan en la vereda a mirar sus hijos cómo aprenden a andar en bicicleta.
De hecho, ahora que lo pienso, creo que los niños de los últimos diez o cinco años no saben andar en bicicleta. Ya no los veo en las calles de barrio, o en las plazas o en los parques.
Sea como sea, si algún vecino anda por ahí, no me saluda.
Sin embargo, ninguno de los puntos de esta lista produce en mí tristeza alguna, o por lo menos molestia, y mucho menos hastío, porque al fin y al cabo sé muy bien que después de todo este recorrido, vos estás esperándome en tu casa.