Se ven, se miran, se gustan. Mantienen una charla y se impactan. Pasan los días y el muchacho tarda más de media hora en redactar un mensaje de texto tratando de componer la frase exacta que proponga una cita.
Mal o bien hecha, la señorita acepta, porque la primera impresión ya contó.
Él, camisita, y hasta zapatos, buscando cierta formalidad. Ella, pollera. Si es invierno, jeans. Lo que sí, no importa la estación, siempre habrá de estar parada encima de tacones.
Bar o restaurant de común beneplácito y nunca de nivel medio y mucho menos bajo.
¿Qué se busca en la charla? Puntos en común. Que él diga que le gusta tal cosa, y que casual o causalmente uno de los dos responda “¿en serio? A mí también me encanta…”
Diez de estas casualidades terminarán en besos más tarde. Entre veinte y treinta terminarán en besos apasionados y en una siguiente cita no más allá de dos días. De treinta casualidades en adelante, habrán de definir un noviazgo esa misma noche (si sobrepasan las cien) o en no más allá de una semana.
Pero nadie mencionó lo que a uno no le gusta. Ninguno de los dos mencionó lo que se odia. Con el tiempo aparece, pero no en forma de mención, sino en forma (y con la drástica tonalidad) de reproche.
A mí decime de primera lo que no te gusta. Prevenime sobre lo que odiás. Prefiero evitar morderme los labios y los suspiros que en el silencio suenan como bombas.
Yo quiero mirar esas piernas en tacones y oler el perfume, a mirar a los ojos en cada sorbo de vino. A hablar relajado y a volumen susurrante.
Elijo decir incoherencias y despertar la risa a la histérica empresa de “caer bien”.
Renuncio a la información de “lo que le gusta”; prefiero abocarme a descubrirlo, mirándola, sintiéndola, por consecuencia.
Opto, con el cielo como testigo, por saber aquello que se odia, para entender a la perfección la tarea urgente y oportuna de la reconciliación desnuda.
Mal o bien hecha, la señorita acepta, porque la primera impresión ya contó.
Él, camisita, y hasta zapatos, buscando cierta formalidad. Ella, pollera. Si es invierno, jeans. Lo que sí, no importa la estación, siempre habrá de estar parada encima de tacones.
Bar o restaurant de común beneplácito y nunca de nivel medio y mucho menos bajo.
¿Qué se busca en la charla? Puntos en común. Que él diga que le gusta tal cosa, y que casual o causalmente uno de los dos responda “¿en serio? A mí también me encanta…”
Diez de estas casualidades terminarán en besos más tarde. Entre veinte y treinta terminarán en besos apasionados y en una siguiente cita no más allá de dos días. De treinta casualidades en adelante, habrán de definir un noviazgo esa misma noche (si sobrepasan las cien) o en no más allá de una semana.
Pero nadie mencionó lo que a uno no le gusta. Ninguno de los dos mencionó lo que se odia. Con el tiempo aparece, pero no en forma de mención, sino en forma (y con la drástica tonalidad) de reproche.
A mí decime de primera lo que no te gusta. Prevenime sobre lo que odiás. Prefiero evitar morderme los labios y los suspiros que en el silencio suenan como bombas.
Yo quiero mirar esas piernas en tacones y oler el perfume, a mirar a los ojos en cada sorbo de vino. A hablar relajado y a volumen susurrante.
Elijo decir incoherencias y despertar la risa a la histérica empresa de “caer bien”.
Renuncio a la información de “lo que le gusta”; prefiero abocarme a descubrirlo, mirándola, sintiéndola, por consecuencia.
Opto, con el cielo como testigo, por saber aquello que se odia, para entender a la perfección la tarea urgente y oportuna de la reconciliación desnuda.