Esa noche la terminal no podía estar llena porque su entrada hubiera perdido la teatralidad que su figura impone.
Era un punto negro en el horizonte enorme y curvo de la estación que se aproximaba sin mirar al objetivo porque sabía que el objetivo la observaba venir.
Toda de negro y un libro blanco en los brazos. Viento lateral en su pelo castaño claro y los ojos con dos arrugas mínimas producto de la sonrisa sostenida. La mano, el beso, la mano siempre agarrando, poseyendo.
Así, dos días después, la mano primero encendió velas y más tarde rasguñó la espalda. Horas después una mano conducía y la otra señalaba los lugares más característicos de una ciudad desconocida para él. Lo gótico, lo colonial, lo moderno. La mirada, la explicación, la didáctica. La arquitectura.
Una milanesa, un lomo y una eterna mirada. Verse masticar. Sonreír y mirar para abajo. ¿Panza llena corazón contento? Nada de eso, el corazón es feliz cucharita mediante.
Equipaje y boletos en una mano, la otra siempre en la otra mano.
Cabaña, estrellas, sol, nubes, cerro, calle de tierra y cabaña otra vez. La mano sostiene la otra mano en su pecho y la escena se nutre de la teatralidad propia, ninguna más acertada. Siempre en cucharita. Siempre de algodón.
El beso no era beso. El beso era sangre, sudor y lágrimas. El beso era pura rúbrica, marca registrada y propiedad intelectual.
Esa última noche, la terminal no podía estar vacía, porque su salida entre miles de otros, toda de negro y sin el libro blanco en los brazos, hubiese perdido la teatralidad que su esencia impone.
miércoles, junio 01, 2011
La anfitriona
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