jueves, febrero 19, 2009

Gaby



Gaby nació y de golpe no más, salió y se sintió sola. Así que Dios (a veces es Dios el que nos encarga y no los padres), me llamó a mí para que al año y pocos meses le haga compañía.
Como había buena onda, me prestaba el andador y yo la dejaba entrar en mi corralito.
Yo era el varón, así que era el más mimado, pero a Gaby la preferencia no le molestaba, más bien me miraba como lo hacían los otros y encontraba eso que atraía a los otros y lo aplicaba en mí.
Tanto lo aplicó, que cuando sonaba el timbre del maternal, no sabía salir afuera si no era de su mano.
Como me llamo Juan Pablo Ezequiel, el primer grado fue un martirio, y la “J” no me salía si su mano no me ayudaba con ese asunto del rulito de la letra en su versión “carta”.
Diego me tenía de hijo. Me ponía serias piñas y me partía los labios, pero wonder woman salió un mediodía al rescate y cómo lo habrá surtido que después dijo que y era su mejor amigo.
Me dejaba jugar al novio con sus amigas y no decía nada si se enteraba que les metí la lengua (María Lilia, teléfono para vos).
No contaba nada si yo rompía algo, y cuando papá, mamá, padrastro, madrastra, nos aleccionaban, la amazona le salía y “a Pablito no lo toca nadie”.
De tanto defenderme, la ajusticiaron y se desterró a los 13 a los abuelos que siempre apañan.
Como yo tenía 12, periódicamente pasaba por casa para saber cómo yo estaba. Como ella tenía 13, ya había dado varios besos y había conocido el sabor de la matinee por lo que una noche me llevó caminando y me sacó arrastrando por los efectos de media lata de cerveza.
Tanta adolescencia me desterró a mí también y no hace falta describir a dónde fui.
A veces no había ni pan. Pero ella salía y volvía con facturas. Me hacía comerlas todas, con una leche chocolatada muy dulce para recuperar calorías que se perdieron después de varios días sin tener con qué comer.
Gaby a los 20 comenzó a ganar plata y tampoco hace falta decir a dónde dejaba su sueldo.
Tiene la culpa de que mis cajones no cierren de tanta ropa, y también del perfume de cada una de las prendas que desde hace muchos años dejé de lavar.
Si no vuelvo a horario, llama. Si vuelvo, pide comida. Si vuelve del super, no falta el yogur. Si pasó por el Shopping de seguro sacrifica su pantalón por uno para mí y no hay feria que se resista a la compra de medias y calzoncillos. (No quiero decir ropa interior, sino no suena como debería).
No la abrazo ni la beso mucho. De hecho no la abrazo ni la beso nunca. Ella tampoco lo hace conmigo.
Llegó hace diez minutos y al abrir la puerta, preguntó por mamá. “No está”, le dije. ----- -Mmm, debe estar medio atontada, comentó.
-¿Por?
-Y… por la noticia que le dí…
-¿Qué pasó?
Gaby me miró fijo a los ojos. Los suyos tenían levantadas las cejas apenas un poco levantadas y el gesto de su semblante guerrero por primera vez se hacía tierno, o acaso, tenía más ternura que nunca. Como demoraba, volví a mis tareas e el monitor y cuando ya no la veía, cual novela mexicana, a mis espaldas seguía mirándome. La escena tardó unos dos segundos, pero ahora que lo pienso, pareciera que se trató de una docena de horas.
-Vas a ser tío…
Las cuatro horas se hicieron 30 años, los míos. Y tres décadas pasaron frente a mí en otros dos segundos. Me froté los ojos, lo recuerdo. Me puse de pié, y apenas a dos pasos y ya tenía ganas de caerme sobre ella y apretarla con la fuerza de un titán. Estaba tan seria que pensó que me iba a enojar, pero cuando sintió mi abrazo y vio mi gesto de emoción, se dobló toda, se sentó en la silla, y me dijo “gracias, sos el primero que me abraza”.
-Si te abrazo, pero mejor un poquito y despacito, no más, que hay que tener cuidado con mi sobrino.
-Vas a ser padrino también...

Foto de arriba: Gaby, el abuelo Enrique -a medias- y yo. Cumpleaños número cinco. 1984.
Foto de abajo: Gaby y yo, en la misma situación, hoy 2009, 25 años después.
No, nada ha cambiado desde entonces.

viernes, febrero 13, 2009

Paredes de cristal


No miraba la pared de su cuarto. Más bien sus ojos se posicionaban hacia allí. Y aunque los tenía abiertos no veía lo material que lo rodeaba sino las imágenes que lo envolvían. Le llamó paradójicamente la atención el hecho poderoso de la mente que consiste en mostrar miles de instantáneas y cortos mientras uno tiene los ojos abiertos. “Quizá lo del alma sea verdad, entonces”.
Eran sonrisas, fideos con manteca y huevos fritos. Una bufanda tejida, un reciente sweater de bremmer y mayonesas de verdeo.
Vio cómo abría la puerta de la habitación y lo despertaba haciendo caso omiso a la halitosis matinal, la boca abierta a mil y la mancha de baba en el almohadón.
Recordó la mano que exigía la otra en su pecho toda la noche.
Subliminales que la proyectaban practicando (inconcientemente) ser madre con los hijos de otros ganándose paso a paso el altar, el vals, y un viaje a donde quiera.
Recordó cosquillas, noches de baile, cervezas compartidas como vikingos y la mano pequeña, delicada y urgente sobre algún cuerpo en algún hospital, paciente reconfortado. La vió salir del sanatorio orgulloso de saber que quien lo abrazaría a los segundos había salvado vidas y nada más debilitante que una veinteañera con el estetoscopio colgado del cuello.
Fueron esas imágenes las que presentaron al insoslayable abandono, que siempre se da una vuelta a ver cómo estamos. Entendió que el abandono no sólo tiene que ver con la partida de alguien sino con la llegada de otros miles; millares de voces que hablan todo el tiempo, que se mueven, que nos escuchan y que interactúan con uno con total normalidad.
Una sola se fue. Pero volvió como prometió volver la abanderada de los humildes.
Supo que durante largo tiempo, ya no volvería a ver la pared de su habitación, ni el pasar de las casas detrás de la ventanilla de un colectivo, ni los chicles sobre las baldosas y menos que menos a la luna que cada noche pasa por su ventana.

De Pedro Aznar, interpretado por él mismo, "Décimas".